EL RECUERDO DE LOS LIMONES
Cuando cojo un fruto de
mi limonero y araño su corteza con la uña, el aroma que desprende me transporta
hacia un estado de felicidad absoluta. ¡Qué cosas tan raras hacen nuestros
sentidos!
Me trae recuerdos de mi padre… y también recuerdos del primer jardinero que
trabajó en mi casa: Matías.
Hombre rudo pero noble porque su juventud había sido muy dura. Para ganarse la
vida, se veía obligado a ir por todos los pueblos de la Axarquía andando
acompañado de un borrico cargado de pescado. ¡¡No quiero ni imaginar cómo
llegarían los boquerones!! Y luego, vuelta a casa.
Matías no usaba ninguna de las herramientas que yo, jardinera de tres al
cuarto, había comprado para estrenar en mi “garden malagueño”. ¿La poda?
…¡Ningún problema, con las manos cortaba las ramas del aguacate o del limonero!
¿Que se clavaba alguna púa endemoniada del drago? ¡Ningún problema, las heridas
se curaban con un buen chorro de limón! Al final de la jornada, la siesta a la
sombra de un olivo no podía faltar, sobre todo después de haberse bebido en dos
tragos, una botella entera de whisky que le habíamos traído de regalado a la
vuelta de un viaje.
Había trocado el burro por una vieja bicicleta. El regreso a casa por la
carretera era un espectáculo. Los conductores se las veían canutas para no
atropellar a un viejo haciendo eses sobre una bici con un cestillo lleno de
hortalizas, cuyas hojas de zanahorias y puerros parecían saludar a los coches,
movidas por el viento.
A Matías le tengo un cariño muy especial porque fue uno de los numerosos
catalizadores de mi historia de amor con su erudita pero no instruida filosofía
de la vida.
Pero dejemos el color rosa para volver al amarillo de los cítricos. Era muy
divertido ver a Matías manteniendo grandes conversaciones con mi suegra cuando
ella nos visitaba. Luego, yo preguntaba:
-Marisol, ¿qué te ha contado Matías?
-¿Tú te crees que le he entendido algo?
Y estoy convencida de que mi jardinero tampoco había entendido una palabra de
la elegante dama de la alta sociedad del Norte. Pero... ¿qué más da que uno
hablara en andaluz cerrado y otra en navarro de la ribera? Lo importante era
relacionarse.
Ni las bacterias, ni las infecciones, ni el atropello que sufrió una vez
pudieron con el rudo Matías. Se lo llevó el maldito cáncer. “La Rusca”
como lo llamó José Luis Sampedro en su maravilloso libro: La sonrisa etrusca.
Sí, la perversa "Rusca" pudo con Matías.
Aún recuerdo el retrato en blanco y negro que le hice, sentado bajo el
limonero, con un sombrero de paja, la mirada llena de picardía y una cara con
más surcos que todos los que había arado en el campo. Se lo regalé a su hija
cuando él nos dejó…
Me trae recuerdos de mi padre… y también recuerdos del primer jardinero que trabajó en mi casa: Matías.
Hombre rudo pero noble porque su juventud había sido muy dura. Para ganarse la vida, se veía obligado a ir por todos los pueblos de la Axarquía andando acompañado de un borrico cargado de pescado. ¡¡No quiero ni imaginar cómo llegarían los boquerones!! Y luego, vuelta a casa.
Matías no usaba ninguna de las herramientas que yo, jardinera de tres al cuarto, había comprado para estrenar en mi “garden malagueño”. ¿La poda? …¡Ningún problema, con las manos cortaba las ramas del aguacate o del limonero! ¿Que se clavaba alguna púa endemoniada del drago? ¡Ningún problema, las heridas se curaban con un buen chorro de limón! Al final de la jornada, la siesta a la sombra de un olivo no podía faltar, sobre todo después de haberse bebido en dos tragos, una botella entera de whisky que le habíamos traído de regalado a la vuelta de un viaje.
Había trocado el burro por una vieja bicicleta. El regreso a casa por la carretera era un espectáculo. Los conductores se las veían canutas para no atropellar a un viejo haciendo eses sobre una bici con un cestillo lleno de hortalizas, cuyas hojas de zanahorias y puerros parecían saludar a los coches, movidas por el viento.
A Matías le tengo un cariño muy especial porque fue uno de los numerosos catalizadores de mi historia de amor con su erudita pero no instruida filosofía de la vida.
Pero dejemos el color rosa para volver al amarillo de los cítricos. Era muy divertido ver a Matías manteniendo grandes conversaciones con mi suegra cuando ella nos visitaba. Luego, yo preguntaba:
-Marisol, ¿qué te ha contado Matías?
-¿Tú te crees que le he entendido algo?
Y estoy convencida de que mi jardinero tampoco había entendido una palabra de la elegante dama de la alta sociedad del Norte. Pero... ¿qué más da que uno hablara en andaluz cerrado y otra en navarro de la ribera? Lo importante era relacionarse.
Ni las bacterias, ni las infecciones, ni el atropello que sufrió una vez pudieron con el rudo Matías. Se lo llevó el maldito cáncer. “La Rusca” como lo llamó José Luis Sampedro en su maravilloso libro: La sonrisa etrusca. Sí, la perversa "Rusca" pudo con Matías.
Aún recuerdo el retrato en blanco y negro que le hice, sentado bajo el limonero, con un sombrero de paja, la mirada llena de picardía y una cara con más surcos que todos los que había arado en el campo. Se lo regalé a su hija cuando él nos dejó…
Hoy os traigo una receta con cáscaras limones (de Philippe Conticini):
Fondant de limones. Una delicia llena de olor y sabor para acompañar vuestras tartas. Siempre en pequeñas cantidades, pues es SUPER concentrado.
Cortar la cáscara de varios limones (si son ecológicos mucho mejor, sino lavarlos con un poco de jabón).
Hervirlas durante 5 minutos. Cambiar el agua y volver a hervir. Así tres veces para quitar cualquier resto de amargor. Tiramos el agua y añadimos un zumo de limón y un chorrito de agua. Unas cuatro o cinco cucharadas sopera de azúcar y dejamos que las peladuras se hagan hasta estar casi de un color marrón clarito. Las pasamos por la batidora y listo. Con el frío se vuelve consistente debido a la pectina.
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